El angel


En sueños solía ver atónita como el angel que presidía la entrada al cementerio comenzaba a moverse de su pedestal, giraba sus ojos hacia mí y me sonreía. Era un angel de larga melena, cota de malla y coraza tallado en fino mármol blanco que espada en alto posaba amenazante observando a la humanidad desde lo alto, listo para descargar la ira divina sobre los mortales.
Vivíamos al lado del cementerio y la tapia que separaba el mundo de los vivos apenas distaba unos metros de nuestro portal. A ese centinela impávido cuya silueta podía vislumbrar desde la ventana de mi habitación solía suplicarle que mí padre dejara de maltratarnos y que nunca más volviera.
Pero él siempre volvía para arrebatarnos el poco dinero que mi madre había logrado obtener lavando y haciendo remiendos e irse con sus amigos a la cantina más cercana.
Siendo yo muy pequeña, una anciana me dijo que esa figura de mármol, era mi ángel guardian, quien velaría por mí cuando todo fallara, motivo por el cual, rezaba esperando el milagro.
Mi madre estaba cada vez más debil y a pesar de que ese frío ángel permanecía inmóvil y en silencio, sentía que me miraba, me entendía y que velaba por mí en sueños.
-Ya viene otra vez: pensé aquella noche mientras me escondía entre las sábanas raidas. Como era costumbre , mi padre llegó tambaleandose y mascullando incoherencias, listo para desahogarse a golpes sobre aquella pobre mujer.
-¡Déjala en paz!: intervine al ver como la agarraba del cuello por no encontrar el dinero para seguir bebiendo.
De un manotazo fuí arrojada contra la pared y el golpe que recibí en la cabeza me dejó inconsciente.
A la mañana siguiente, pude encontrar a mi madre magullada y dolorida que yacia a mi lado intentando abrazarme, pero con vida. En el portal de casa un grupo de gente se arremolinaba alrededor de la escena: la figura del ángel había caído sobre mi padre hundiendo la espada en su pecho. El yacía sin vida, en medio de un enorme charco de sangre. La sonrisa complice de la estatua me invitaba a guardar silencio...y eso es lo que he hecho hasta hoy.

Sola



Regreso a casa intentando contener mis lágrimas mientras brota de lo más hondo de mi ser un grito desgarrado. En estas últimas horas de vida voy a prepararme para emprender mi último viaje para el que sólo tengo un billete de ida. Llego a mi casa, abro la puerta y entro. Dejo el bolso en el suelo, entro en el baño , abro el grifo de la bañera empiezo a desnudarme, dejando la ropa doblada y a un lado. Desnuda, me meto en la pequeña bañera, porque he tomado una decisión. Voy a dar fin a mi vida, esa es la solución. Tengo miedo a lo desconocido, pero más temo al presente y al futuro que me aguarda agazapado. Estoy en un túnel sin salida. Si vuelvo atrás, a mi existencia desgraciada, no encontraré la luz al final del túnel, sino una pared contra la cual golpear mi cabeza con desesperación y si decido seguir adelante, corro el riesgo de acabar en un infierno peor que aquel que intento dejar atrás. La elección está en esas manos que sostienen la hoja de afeitar. Esa hoja afilada grita, pidiendo ser usada, el diablo la puso en mis manos para cumplir esta noble misión. Mi parte conciliadora suplica con desespero pidiendo un aplazamiento pero mi instinto me dice que no hay tiempo, que ya se han agotado todos los plazos.
El momento está cada vez más cerca. Oigo a la muerte susurrándome al oído, prometiéndome una paz que nunca he conocido. El frío que desprende su presencia me incita a actuar con silenciosa rapidez. Las dos sabemos que mis padres llegaran en cualquier momento, impidiéndome consumar mis planes. No lo puedo demorar más. La afilada hoja tiembla en mi mano, tengo por primera vez un asomo de duda. Intentando no pensar en lo que hago, tomo aliento, aprieto los dientes y presiono una cuchilla contra la piel de mi muñeca izquierda. Del corte empieza a manar sangre de color granate. Ya está hecho, ya no hay vuelta atrás, se acabaron la angustia y el sufrimiento. La sangre es un manantial constante que fluye a borbotones, en pocos minutos perderé la conciencia y todo habrá acabado. Siento mi mente cada vez más nublada, mi cuerpo cada vez más débil, la oscuridad se va adueñando de mi entorno. Como una vela derretida, mi luz se va consumiendo, entonces, sin apenas esfuerzo, mi alma se desprende de mi frágil cuerpo físico y emprende el camino que a todos nos toca recorrer tarde o temprano, avanzando con sigilo para encontrarse con su destino.

El huesped


Me desperté sobresaltado. Abrí los ojos y allí estaba frente a mí, su voz era un vómito que me incitaba a matar una vez más. El mal que anida en mí se alimenta de ese murmullo insidioso que nubla mi razón por completo, pienso en cosas terribles, cosas en las que nunca pensaría. Pero mi estado previo a las visitas del ente es una nube difusa, no recuerdo nada de mi vida anterior quien era, lo que pensaba o me motivaba, he dejado de pertenecerme a mí mismo.
Me levanto, observo mi cama vacía, me dirijo a la cocina, sigiloso, tomo el cuchillo, acaricio la hoja afilada, el ente sigue hablando dentro de mi cabeza; una cantinela obsesiva que anula mi voluntad. Por encima del hombro veo al ente que me observa en silencio. Me giro rápidamente y descargo mi furia sobre el ente, que se desvanece, caigo de bruces, me golpeo la cabeza, suelto el cuchillo y me pongo a sollozar de rodillas. Tras dos semanas de pruebas me diagnostican esquizofrenia paranoide. La medicación contiene al ente por un tiempo, pero vuelve, cada vez con una frecuencia mayor y parece haberse fijado un nuevo objetivo... yo mismo.

Vivir


No se sentía parte de su entorno, su mirada furtiva y sus ojos extraviados miraban sin ver, su mente un caos sereno de lágrimas congeladas, solo era un cuerpo vacio que deambulaba por las calles, sus amigos la abandonaron y sus padres se desentendieron de ella. Día a día iba consumiendose a sorbos ansiosos y prolongados. Un día, el hedor despertó la curiosidad de los vecinos y forzaron la puerta, al entrar todo estaba oscuro, ella estaba en su cama. Su rostro miraba fijamente al techo, sobre su cómoda, un frasco de pastillas y a un lado, un papel garabateado que decía: "vivir es despertar de un sueño"

El velatorio



El tirano yacía muerto. Reposaba sobre su lecho de eternidad. Parecía dormido, como en aquellas tardes interminables de Domingo en que solía permanecer tumbado en su sillón, frente al televisor. Pero ahora su semblante estaba petrificado en una falsa mueca de placidez que apenas lograba disimular el maquillaje a pincel que le adormaba. Su rostro severo, ausente de piedad por sí solo, imponente en su expresión, parecía vigilarme desde el más allá. Algo de él perduraba en lo intangíble. Pensé que así hubiera sido yo de haber vivido en su tiempo, y que las arrugas de mi rostro estarían ahora en el suyo si me hubiese tocado vivir en su tiempo de privaciones y de sufrimiento.
Nada que añorar de el y mucho que reprocharle, empezando por una infancia que me fué negada de raiz bajo su atenta mirada, la rígida correa de piel colgada de un gancho y el dolor intenso de sus azotes, la muda resignación de mi madre a quien llevó a una muerte prematura, el sonido atronador de su voz que a ratos se tornaba gutural, su obsesión con regalarme una vida de austeridad monacal a imagen y semejanza de la suya convencido que eso contribuiría a forjar mi caracter, su negativa a ocuparse de mi manutención cuando alcancé la mayoría de edad. A él debo la solidez de mis convicciones por ser contrarias a las suyas, mis princípios humanistas y una personalidad sin fisuras. Pensé que nunca le iba a echar en falta.
El velatorio tocaba a su fin, estaba amaneciendo. Pronto vería el cuerpo de mi padre por última vez, antes de que la tierra se lo tragara como tantas veces deseé en vida. Repentinamente, ante mi espanto, papá se incorporó de su ataúd, abriendo sus ojos cristalinos ausentes de cordura mientras mi corazón golpeaba las delgadas fibras de su entorno y mi mente pugnaba por evadirse de la evidencia que era incapaz de asimilar.
Me agarró de las muñecas con sus rígidas y huesudas manos y comenzó a gritarme con una voz que parecía un eco flotando en el aire:
-¡La vida nunca termina hijo mío! ¡Nunca! ¡En la muerte se cumplen todos nuestros miedos! Todas las historias que has oido son ciertas...el infierno existe y es un lugar indescriptíble... ¡Perdóname por haberte traído al mundo, hijo mío, perdóname!
Y dicho esto, volvió a desplomarse inerte y en silencio sobre el forro acolchado de su ataud. Y así fue como descubrí que lo que motivó el comportamiento lesivo de mi padre fué la voluntad de prepararme para lo que me espera tras la muerte.