Era una fría tarde de Otoño cuando fuí a visitar la tumba de mis padres,
cambié las flores y recé varias oraciones como de costumbre y cuando me
disponía a volver, tomé un sendero que lejos de llevarme hacia la salida, me
condujo hacia la parte más solitaria e inhóspita del cementerio. Un viento muy
fuerte comenzó a soplar agitando los arboles, entonces me invadió una tenebrosa
sensación de angústia y eché a correr desbordado por la sensación de que
docenas de ojos me observaban. Quiso el hazar o las circunstancias que
terminara mi carrera desaforada frente a una lápida solitaria y sin inscripción
alguna, pero el caso es que al detenerme frente a ella, el viento dejó de
soplar y las presencias invisíbles que me seguían dejaron de acosarme.
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