Todo parecía muy fácil, créditos a cómodos plazos, bajos intereses, puntos canjeables por regalos, un mundo de lujos y caprichos al alcance de la mano, cuando se acababa el dinero, volvía y pedía más, todo parecía perfecto: prestamo sobre prestamo para seguir comprando, para no perder la rutina de los prestamos, y al final: prestamos para pagar las letras del préstamo anterior.
Entonces llegó el apagón, unos hablaban de crisis, otros de reajuste, pero el resultado fué que muchos nos quedamos en la cuneta; perdimos nuestros trabajos, nuestras cosas de valor y nuestra dignidad, de un día para otro me ví suplicando por ser aceptado en trabajos humillantes y mal pagados que apenas duraban una semana, las deudas crecían exponencialmente y por mucho que intentaba pagarlas, era imposíble hacerles frente, tenía el buzón repleto de cartas sin abrir con el maldito membrete del banco, intenté llegar a un acuerdo con ellos pero se negaban a escucharme; los intereses aumentaron y con ellos la desesperación. Un buen día llegó la temida notificación de embargo y supe que había llegado el final.
Entré en la sucursal bancaria una mañana concurrida y ví a los empleados asesorando a los incautos sobre planes de inversión, adiviné la presencia invisíble del director tras el despacho cerrado y miré a mi alrededor; la gente haciendo cola en los cajeros, jubilados, trabajadores, amas de casa, niños correteando y allí estaba yo, con la bolsa de deporte donde guardaba la carabina recortada que adquirí al sacarme la licencia de caza.
Entonces llegó el apagón, unos hablaban de crisis, otros de reajuste, pero el resultado fué que muchos nos quedamos en la cuneta; perdimos nuestros trabajos, nuestras cosas de valor y nuestra dignidad, de un día para otro me ví suplicando por ser aceptado en trabajos humillantes y mal pagados que apenas duraban una semana, las deudas crecían exponencialmente y por mucho que intentaba pagarlas, era imposíble hacerles frente, tenía el buzón repleto de cartas sin abrir con el maldito membrete del banco, intenté llegar a un acuerdo con ellos pero se negaban a escucharme; los intereses aumentaron y con ellos la desesperación. Un buen día llegó la temida notificación de embargo y supe que había llegado el final.
Entré en la sucursal bancaria una mañana concurrida y ví a los empleados asesorando a los incautos sobre planes de inversión, adiviné la presencia invisíble del director tras el despacho cerrado y miré a mi alrededor; la gente haciendo cola en los cajeros, jubilados, trabajadores, amas de casa, niños correteando y allí estaba yo, con la bolsa de deporte donde guardaba la carabina recortada que adquirí al sacarme la licencia de caza.
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