Anhelaba
desesperadamente presenciar la aparición de la dama misteriosa, para que lo
tomara en su mano y lo llevara hacia donde no existía el dolor ni la angústia
de los cuadros clínicos. Sus ojos bañados en lágrimas se dirigían, en un
constante ruego sin respuesta hacia la imagen en blanco y negro que mostraba a
una mujer de rasgos exquisitos y labios morados; era su esposa, una evocación
del pasado, la confirmación de su soledad.
Una mañana, el
alba invadió el cuarto e hizo su aparición una entidad cubierta por un delicado
vestido de seda; sintió que era levantado y arrastrado fuera de la cama para
ser guiado hacia el umbral de la mañana cuya luz era un sendero despejado hacia
el más allá.
El fantasma lo había llevado hacia el mar de la tranquilidad; eternas
jornadas de intenso tormento vieron su fin con la visita luminosa y en la
imagen sobre el velador, el rostro en blanco y negro de la difunta, ahora
mostraba una radiante sonrisa.
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